16 febrero 2006

JARA

La Jara

“Y están allí, desafiantes, en las cunetas, en las veredas de carne que llegan hasta la carretera, las jaras florecidas. Somos tan urbanos, que toda la primavera se nos va en azahar de los naranjos en flor de la ciudad, en buganvillas de sus tapias, en acacias blancas de sus aceras. Con la de gente que se mete en carretera camino de la parcela y de la casita adosada los fines de semana, no he leído todavía en el periódico una carta al director felicitando al Creador por lo bien que le salen cada primavera las jaras florecidas en el camino de la sierra, el que nosotros recorremos ritualmente en el coche de cuadrillas cuando vamos al tentadero de eralas en "Lo Alvaro".

Nadie se acuerda de vosotras, humildes jaras. Nadie recuerda ya aquel cante. ¿De quién era? ¿Del Cojo de Huelva, que era de por aquí? ¿O incluso llegó a cantarlo acaso Miguel de Molina?

Una cordera blanca

que yo tenía

con la flor de la jara

se mantenía...

Con la flor de la jara se mantiene esta fidelidad a la belleza de los caminos de la sierra de nuestro rito anual del tentadero. Cuando apunten dorados los trigales, las jaras se habrán ido, y todo esto enrojecerá de amapolas. Pero hasta que suenen cascabeles de coches de caballos y se oigan los clarines que anuncian en el albero que este hombre que va ahora sentado junto al conductor va a matar dos toros, por estas cunetas serranas estará en libertad la blanca flor de los jarales, con sus pétalos desafiantes. Tan bellas, que a la vuelta del tentadero, cumplidos los ritos de la faena y tras ser atendidos por la hospitalidad del ganadero, le dijimos al conductor: -- Cuando vea usted unos jarales buenos donde podamos parar sin peligro en un ladito de la carretera, voy a coger jara.

Fue como unos dos kilómetros más adelante. Junto a los pilares de pizarra que daban entrada al carril de una dehesa, las jaras arrebataban las cunetas y unos altos que había. Paró el coche y ante la extrañeza de los toreros, como si estuviera cogiendo espárragos trigueros, me puse a apañar untosas ramas de los jarales, con las blancas flores. Hice dos buenos manojos, que el mozo de espadas metió en la parte de atrás del coche, con los esportones de los avíos. Al llegar a casa y entrar con los ramos de jaras, pareció la sierra la que llegaba, y que Isabel recibía a su propia tierra, poniendo en agua las ramas de los jarales, en un jarrón de loza cartujana. Me dijo:

-- Se ve que eres de la capital y que no eres de la sierra, cuando ibas de veraneo ya no había jara...

-- ¿Por qué me lo dices?

-- Yo no te digo nada, pero verás mañana por la mañana.

Todavía antes de irnos a dormir le elogié dos o tres veces más el olor a monte bajo que había en el salón, como adivinando el lentisco, la chumbarba, el tomillo y el orégano. Y a la mañana siguiente, cuando me pegué el madrugón de cada día para meterme en el escritorio, supe al llegar al salón por qué Isabel me había dicho las enigmáticas palabras de su saber serrano. En el jarrón estaban, con sus tallos untosos de resina, las ramas de los jarales. Pero no quedaba una flor. Todos los blancos pétalos habían caído al suelo. Parecía que era una calle de barrio, y que iba a pasar la procesión de Su Divina Majestad. Llegó en esto Isabel. Me dijo:

-- ¿No te dije anoche que lo que te dije? ¿Es que no sabías que la jara es tan libre que no resiste la cautividad, que le pasa como a las magnolias o a los gorriones?

Desde aquella mañana me englorio más con el recuerdo de aquellas jaras, que echo en falta cada vez que paso por el salón y veo su cartujano jarrón vacío. Yo sabía que las blancas jaras eran el hermoso pregón de la primavera en la sierra. Yendo al ritual tentadero de cada mes de marzo, hogaño he aprendido que la jara es también flor para la libertad”.